Maricarmen Poo
“Vámonos a los Viveritos”, decía mi madre y en un instante se formaba la marabunta armada por la jefa de la manada, los 6 cachorros y un par de asistentes que, por supuesto, iban cargadas de cacahuates para las ardillas. Vivíamos en la colonia Florida, al otro lado de Av. Universidad, y por lo mismo era un remedio muy socorrido de mi madre para aliviar la carga de contener a la prole sin enloquecer. Más tarde me tocó a mí llevar a mis hijos disfrazados de tortugas ninja o caballeros del zodiaco a alimentar a las insaciables ardillas.
Mi relación con los Viveros de Coyoacán es mucho más antigua. Uno de mis primeros recuerdos es haber ido con mi abuelo a comer un helado a Coyoacán; lo increíble de la historia es que salíamos caminando desde San Angel Inn, cruzábamos los Viveros y finalmente aterrizábamos en “La Siberia” para pedir un helado de naranja.
Pero mi relación más intensa se ha desarrollado en los últimos 3 años. A finales de 2015 tuve un problema de salud que minó no solo mi cuerpo sino también mi mente y espíritu. Entre muchas terapias y recomendaciones estaba la de hacer mucho ejercicio y ahí entraron Los Viveros nuevamente a mi vida. Desde que inicié mi rehabilitación, he procurado ir todos los días.
Existe un árbol que desde que lo vi, mi cabeza y mi corazón se quedaron atados a él, se trata de un retoño de fresno que nació dentro de un tronco seco, de esos que convierten en sillas. Ahí, en medio de tanta muerte crece el pequeño retoño que parece que se aferra a la vida y reta a la destrucción. Cada vez que paso frente a él le tomo una fotografía para llevar un detallado registro de su crecimiento; por alguna extraña razón siento que mi vida esta ligada a ese retoño y que cuando desaparezca también lo haré yo. Yo lo llamo “el ¿no que no?”
Así lo conocí
Ahora ya hasta tiene un hermano pequeño
Continuará...
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