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Tras los muros de la Fortaleza del Indio

Veka Duncan


“Solo existe un México: el que yo inventé”, sentenció alguna vez Emilio “el Indio” Fernández. Ese México se inventó detrás de los altos muros de piedra de su “fortaleza” de Coyoacán, ubicada en la esquina de Zaragoza y Dulce Olivia, calles impregnadas de leyendas creadas en torno a su habitante más famoso. No sorprende que el Indio Fernández decidiera asentarse en el antiguo Barrio de Santa Catarina a su regreso a México en los años 40; rodeada aún de huertos, ríos, pulquerías, y con una traza que todavía estaba compuesta por calles de terracería, aquella zona histórica de Coyoacán guardaba mucho del México rural y popular que tanto inspiró sus películas. Pero quizá la razón por la que este revolucionario vuelto cineasta llegó a este barrio tiene detrás una historia mucho más romántica, digna de cualquier guion del cine de oro mexicano y protagonizada, ni más ni menos, que por Dolores del Río.


La diva mexicana llegó a Coyoacán en 1943, construyendo en los alrededores del Río Magdalena un rancho conocido como “La Escondida”, que colindaba con la casa de Salvador Novo (ahí nomás) y famoso por las comidas que ahí se organizaban. Eternamente enamorado de su belleza tan singular, se dice que el Indio Fernández siguió a Dolores del Río hasta Coyoacán. Y con este chisme comienzan los mitos sobre la casa del Indio. Nadie puede dudar de la posibilidad de que él, o cualquiera en realidad, se enamorara de esta icónica actriz, pero su cercanía con Fernández iba más allá del encaprichamiento, entre ellos existió una profunda amistad y un apoyo mutuo que se remonta hasta la rebelión delahuertista. En 1923, el Indio – quien aún siendo adolescente participó en la lucha revolucionaria – se unió a Adolfo de la Huerta en su levantamiento contra Álvaro Obregón, por lo que se vio forzado a exiliarse en Estados Unidos, no sin antes ser encarcelado. Una vez “del otro lado”, y tras una breve estancia en Chicago, decidió probar suerte en Los Ángeles. No sabemos con certeza si su interés inicial por esta ciudad surgió del cine, pues sus primeros trabajos estaban muy lejos del glamur de Hollywood, pero lo cierto es que poco a poco comenzó a hacerse de un nombre en la pujante industria cinematográfica estadounidense; y esto, según cuentan, fue gracias a Dolores del Río, pero como todo en la vida del Indio Fernández, su paso por Hollywood está rodeado de mitos.


Algunas versiones nos narran que el joven Emilio consiguió un trabajo como albañil en una zona cercana a los estudios hollywoodenses y que el espectáculo que ofrecía su escultural cuerpo al llevar a cabo este oficio le valió su descubrimiento como estrella de cine. Otros incluso aseguran que fue la mismísima del Río quien quedó impactada por la visión del Indio en las calles de Los Ángeles y le abrió las puertas del cine al proponerlo como modelo para la estatuilla del Oscar. La imagen de una estrella como Dolores del Río acercándose a un joven albañil para ofrecerle trabajo en Hollywood es sin duda merecedora de un tratamiento cinematográfico, pero quizá muy alejada de la realidad. La versión más probable es la que cuenta cómo Fernández comenzó a buscar trabajo en los estudios de cine por cuenta propia, logrando en principio pequeños roles como extra y haciendo trabajos manuales, hasta al fin conseguir su primer papel en 1933 como bailarín en Volando a Río, cinta en la cual Dolores del Río era protagonista. Para entonces, la actriz mexicana llevaba casi una década trabajando en Hollywood y, por lo tanto, contaba ya con importantes contactos en la industria estadounidense, entre los cuales se encontraba Cedric Gibbons, quien – antes de convertirse en su segundo esposo –, buscaba un modelo para el premio que otorgaría la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas; fue así que del Río sugirió al joven coahuilense con quien ya había compartido pantalla. A partir de entonces, la actriz y el director en ciernes forjarían una amistad que devendría en la realización de ocho películas en conjunto.


Ya sea por seguir los pasos de Dolores del Río o por el pueblerino encanto de Coyoacán – o, citando al clásico, haiga sido como haiga sido – la llegada del Indio Fernández al Barrio de Santa Catarina ha dejado una marca indeleble en la historia de sus calles, en un sentido más allá del figurativo. Cuando construyó su casa en 1946, obra del arquitecto Manuel Parra, el terreno ocupaba una dimensión de alrededor de cuatro mil metros cuadrados, de los cuales, unos años después, cedió una parte para la construcción de una calle. En la historia de la Ciudad de México ha sido muy común que ciudadanos ilustres donen terrenos para el mejoramiento urbano de la capital; en Coyoacán esta práctica contaba ya con un antecedente importante, el de Miguel Ángel de Quevedo, así que, para continuar con la tradición, el Indio donó la calle de Dulce Olivia, cuya historia nuevamente entreteje la realidad con el romanticismo de la cinematografía. Se dice que el propio Fernández bautizó la calle así en honor a la actriz Olivia de Havilland, recordada principalmente por ser la protagonista de La vida íntima de Julia Norris y La heredera, y de quien, por supuesto, el Indio se enamoró. Hay quienes aseguran que nunca sucedió nada entre ellos y que se trató tan solo de un amor platónico, pero la explicación del Indio sobre el nombre de la calle evoca una sensación de despecho que echa a volar la imaginación: decía que al ponerle su nombre, él la sentiría siempre a su lado y que, convertida simbólicamente en calle, ella estaría siempre a sus pies. Cierta o no, la anécdota es una de las más entrañables de Coyoacán, en parte gracias a que su nomenclatura ha perdurado.


Las divas del cine continuaron marcando la historia de esta esquina durante las siguientes décadas, sumando a los muchos mitos y leyendas sobre la casa del Indio. Si bien Olivia de Havilland nunca recorrió la calle que lleva su nombre, otra estrella de Hollywood sí atravesó los muros de la “fortaleza” en una memorable, pero fugaz, visita a la Ciudad de México: Marilyn Monroe. En febrero de 1962, la icónica rubia tomó al país por sorpresa con una apresurada gira que incluyó algunos espacios emblemáticos de la capital como el Paseo de la Reforma y el restaurante El Taquito. Para culminar su viaje por la ciudad, fue recibida en la casa del Indio para tomar tequila con él, su esposa Columba Domínguez, y Gabriel Figueroa, el encargado de traducir ese México que Fernández inventaba en sus guiones a las emblemáticas imágenes que aún hoy nos siguen maravillando en la pantalla. A falta de su dulce Olivia, aquel día el Indio se tuvo que conformar con Marilyn, quien pasó la noche entre los muros de piedra volcánica de su “fortaleza”. Otro breve inquilino de esta casa fue el Che Guevara, a quien el Indio escondió en el sótano tras ser liberado de la cárcel en 1956… o al menos eso es lo que cuenta una de las tantas leyendas.

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